Tenía una casa hermosa, tenía las puertas lustradas y las paredes muy blancas sobre las que colgaban cuadros bellos, copias casi todos, decía que los originales eran difícil y además estaban mejor en los museos porque ahí, por más que fácil llegar para todos no fuera, más gente podría llegar y verlos, y de entretanto, tal vez, uno, o dos, o alguno más, seguramente iba a aprovechar acercarse lento y admirado a la tela cuidada. Cuidadas también y como le daba tenía las cosas de su casa iluminada, como se hacía el tiempo y podía, no que le sobrara, porque tenía que andar haciendo más changas de las que habría querido para tener, en el momento en que llegaban las cuentas, con qué pagar, y más quería también tener, un poco de plata para regalar a quien le anduviera cerca, alguna cosa. No regalaba nomás lo que había que ir a comprar. Estaba todo el cuartito blanco, de esmeradas luces y sillas fuertes, mesita con velador de pantalla pergamino para que la luz ocre y difuminada y tibia moldeara las caras y las luces, el amanecer de cada noche o tarde en que se podían sentar ahí, los invitados.
No dejaban de ir, no era que estuviera vacío el hermoso cuarto, pero a poco de andar con las visitas, al hombre le empezó a parecer que algo bien no andaba, y mucho más cuando un día después de que se fueron yendo sin decirle ni siquiera buenas noches, ni darle una manito siquiera para ordenar un poco las sillas, las mesas y el embrollo que habían dejado por desprolijidad pura y sin miramientos a que la bella habitación siguiese siendo tan buen sitio, y tan pulido, se encontró con que dos o tres cuadros torcidos, torcidos para él era cosa grave, justamente para él que los iba a revisar todos los días y tenía, para ayudar la vista, una escuadra que por más que lo mejor no fuera para el enderezamiento perpetuo, poca cosa le importaba al hombre o poca cuenta se daba, pensando que más que su solo ojo podía avisar. No fue uno el torcido, lo que habría podido achacarse a mero accidente, aunque igual desaprensión era, cómo, por qué acercarse de ese modo a una pared y para qué, justo en el lugar donde colgaba el cuadro si espacio no faltaba en otras partes. Pero con la cantidad fue que le entró la sospecha. Pero la sospecha se quiso espantar, la azuzó como a perro entrometido y dejó que la casualidad, preferida ahora, se le acurrucara en el ángulo oscuro donde la pared terminaba y la verja torcía. Casualidad, mejor, sin recelos ni prejuicios, cosa clara, error involuntario, descuido de una gente que a lo mejor no tenía su precaución de la simetría. Siguieron así las invitaciones, porque el hombre se había hecho desde siempre a la idea de que la soledad es mala consejera, de que nada mejor que tener alrededor con quien hablar, de que la gente tenía que juntarse como juntar tenía cada uno de su adentro, lo que mejor fuera para que, mostrándolo al otro, se le agrandara la vista y poder viera lo mejor que ése y los demás, tendrían para mostrarle.
Cuando los cuadros se fueron torciendo en forma creciente empezó ganar la sospecha, y así siguiendo, nada podía de vuelta llevarlo a la casualidad, los dedos alrededor de un marco, sobre un vidrio, y en la misma pared, dedos negros, manchas de grasa de auto, ¿de dónde vienen solos? ¿y de dónde solas se tuercen las sillas y se dejan tiradas? ¿y a santo de qué viene alguien y le dice a la vez siguiente que por qué andan mal puestas? Y por qué a la otra, ni siquiera alguien le increpa nada, ni le increpa ni le deja de increpar, ni le dice nada hasta que el tipo se imagina que le atacó la invisibilidad y que nadie lo ve, y eso a la vez le sirve para contemplar el banquete que se habían armado, no un banquete platónico, claro que no, porque habría sido eso, de tener los invasores la menor idea de qué podía tal cosa ser, casi el milagro que le curara al hombre alguna de las heridas que se había hecho queriendo arreglar una silla desclavada, subirse a una escalera, y caerse al rato, por enderezar el cuadro, haberse quedado en vela para terminar una estatuita y con la plata comprar la pintura blanca para que volviera la pared a estar como antes, no tal cosa, sino un banquete por llamarlo así aunque no correspondiera, a una parva de comida empaquetada, botellas de vino y gaseosas, en cantidad tiradas por donde fuera, y para que como en chiquero se atragantaran. Se le hizo al hombre un ensueño o sería que las ya macilentas paredes y peores luces le habían deschecho del todo la ilusión y las caras, dejando de ser iluminadas por la dulce luz tibia y ocre, develaban ahora, en el colorinche de las tiras de plástico combinando en fealdad y colores con la cara y las ropas de una mujer embadurnada que las había llevado y tapado con ellas los cuadros, un bestiario donde bailaban un estirado zorro de bigotes anchos, una larva retorcida extremadamente chica y parada en el hombro de un elefante sin trompa ni colmillos, nomás unas orejas grandes y la cara roja e hinchada tanto como todo, de pies a cabeza, de costado a costado del dúo de hipopótamas que venían caminando juntas, peleándose y al mismo tiempo con las bocazas abiertas, tirándose basuras soltadas de los dientes postizos que se les movían, atrás de las cuales llegaba una mujer con anteojos negros y una señora de apellido inglés y madrina espiritual de la de cara ocultada y boca de labios finitos y duros impedidos de sonrisa, y como si a la vieja quisiera sacársela para llevarla a algún subsuelo de poca confianza para la señora un tipo pinta de comadreja y vos de pito desafinado no concordante con el aspecto, al lado de otro que no hacía más que mirar escondido asomándose por la espalda de la comadreja esta, y más otro palmípedo sin definidos rasgos de mamífero ni ñandú descangallada, sólo que sí puercoespín cargando pelos oscuros y engrasados, ojos medio bizcos y verdosos y cara de provinciano que no sabe si en la capital se estila poner un pie después del otro para andar más elegante o cree que eso le preocupa a alguien, junto con otra alimaña de los campos secos, solo que sin pelopinchos y rapada, más una tercera del trío del interior, transparente como culebra y sin al parecer ninguna saliente de mujer, nomás fané y descangayada, con un chal rosa envolviéndole el cuello arrugado y dejando más arriba la cara de urraca sonriente que a su cuerpo de lombriz bien sentaba, y por muchos más seguida, algunos de los cuales se le colgaban del chal que iba quedando por tanto, tachonado de moscones, arañas y hasta furiosas luciérnagas un poco confundidas. Continuaba así el baile este y no era el que alguien habría preparado para prever el completo escarnio de los asistentes a la manera de la caída de esos seres putrefactos que se deshacen en alguna escena entrevista alguna vez, sino como la fiesta que mostró bailando alegres y con todos ellos unidos, a cuantas mascaritas habían reinado en los contaminados carnavales del Riachuelo, desde cuántos años atrás, triunfantes, muy triunfadores.
El portero descolocado estaba para el final del baile tirado en un rincón no sucio vaya a saberse por qué milagrosa intervención, de la pasta aceitosa y verde que había cubierto el piso y que todos con aerosoles desparramaban con serpentinas para más festejo. Dormido estaba sin una gota de alcohol ni algún tilo o clonazepam. Pura visión era todo, seguía con ésa, el sueño que se me hizo pesadilla, la negra suerte que se me había estado anunciando con los cuadros torcidos, el umbral que me olvidé de barrer el otro día, qué, qué, y así seguía este hombre con sus buceos por los vericuetos de lo que se le ofreciera como para desatarle la cinta enredada de tanta porquería instalada ahora como Pancho por su casa, precisamente ahí, en su propio lugar despaciosamente construido, donde había querido abrir la puerta para que vieran los demás los tesoros que guardaba y todos más que uno juntos no sólo los cuidaran sino que también, cada quien con lo que pudiera, los fuera aumentando.
Se le quedó en la madrugada la luz verdosienta del piso mezclada con el resplandor de la luz, subiendo igual por las paredes que ya habían dejado de ser blancas o de cualquier otro color puro y eran manchones superpuestos de varias sustancias algunas de las que, como era más que previsible ahí, estaban adquiriendo el color y el olor musgoso de la podredumbre. Ni ruido ni las bestias inhumanizadas habían quedado, solo el hombre se levantó del rincón y de no haber sido por lo que sí, efectivamente estaba viendo y con bastante asco oliendo y tocando, tal vez no habría dejado de achacarse los males a sus visiones de dormido o de despierto, y a que sólo eso había sido, y a que ahora podía repasar tranquilo el salón, las sillitas, las paredes blancas interrumpidas por el beso, las líneas sobre los planos, las caras claroscuras, las siluetas sombreadas, el torcido mesón, las flores del mantel y el sillón al lado de una cuna, y tanto más ahí, pero es que todo eso ya no era ni estaba y sí el olor, y sí como vidrio apedreado el cuarto completo. Rotos todos los cuadros quedaron en el piso sin marco, sin lámina o tela que pudiera verse entera, en una masa deformada de todas esas materias y cubiertas de la pintura verde y gomosa, ahí todo, para hacerle saber que sí era como era, que los monstruos no estaban en sus pesadillas sino afuera y que no se vestían de monstruos con señas conocidas sino con brillos y encajes, y sedas y adornos que, menos que ocultarles las deformidades no tanto de los cuerpos sino de las almas, eran ahí, puestos para más mostrarlas como aquel enano en un cochecito, que aun cuando muerto ya apestaba, seguía envuelto en paños de gasa a descorrerse para todo el que quisiera, si mucho asco no le daba el olor, ir a ver su gran dotación de algo que para nada de nada le había servido nunca ni le servía ya más. Eso recordó el hombre, y le dio en silencio gracias al que una vez se lo había contado. Se le ocurrió que nada mejor que el agua a chorros, los bomberos no se le negaron y al revés, ahí fueron todos. A la noche, se comieron en la puerta el asado y cuando como perico por su casa estaba llegando la manada de la bestial destrucción con chanchos varios, zorros, hipopótamas, larvas con cría, señoritas y amigas, un papagayo alto de anteojos, un acomodaticio alfil y cuantos más sacándose todos uno a uno contra todos y para todos, los ojos y apretujando para entrar se encontraron con un olor a vereda recién donde estaban los bomberos con las mangueras en descanso, y el hombre, parado y de tan serio casi sonriente, ante la puerta a medio abrir, y un cartelito cuyas letras ninguno de esa infame horda fue capaz de leer. O quizá, como le dijo un bombero después al hombre, eran medio cortos de vista
No dejaban de ir, no era que estuviera vacío el hermoso cuarto, pero a poco de andar con las visitas, al hombre le empezó a parecer que algo bien no andaba, y mucho más cuando un día después de que se fueron yendo sin decirle ni siquiera buenas noches, ni darle una manito siquiera para ordenar un poco las sillas, las mesas y el embrollo que habían dejado por desprolijidad pura y sin miramientos a que la bella habitación siguiese siendo tan buen sitio, y tan pulido, se encontró con que dos o tres cuadros torcidos, torcidos para él era cosa grave, justamente para él que los iba a revisar todos los días y tenía, para ayudar la vista, una escuadra que por más que lo mejor no fuera para el enderezamiento perpetuo, poca cosa le importaba al hombre o poca cuenta se daba, pensando que más que su solo ojo podía avisar. No fue uno el torcido, lo que habría podido achacarse a mero accidente, aunque igual desaprensión era, cómo, por qué acercarse de ese modo a una pared y para qué, justo en el lugar donde colgaba el cuadro si espacio no faltaba en otras partes. Pero con la cantidad fue que le entró la sospecha. Pero la sospecha se quiso espantar, la azuzó como a perro entrometido y dejó que la casualidad, preferida ahora, se le acurrucara en el ángulo oscuro donde la pared terminaba y la verja torcía. Casualidad, mejor, sin recelos ni prejuicios, cosa clara, error involuntario, descuido de una gente que a lo mejor no tenía su precaución de la simetría. Siguieron así las invitaciones, porque el hombre se había hecho desde siempre a la idea de que la soledad es mala consejera, de que nada mejor que tener alrededor con quien hablar, de que la gente tenía que juntarse como juntar tenía cada uno de su adentro, lo que mejor fuera para que, mostrándolo al otro, se le agrandara la vista y poder viera lo mejor que ése y los demás, tendrían para mostrarle.
Cuando los cuadros se fueron torciendo en forma creciente empezó ganar la sospecha, y así siguiendo, nada podía de vuelta llevarlo a la casualidad, los dedos alrededor de un marco, sobre un vidrio, y en la misma pared, dedos negros, manchas de grasa de auto, ¿de dónde vienen solos? ¿y de dónde solas se tuercen las sillas y se dejan tiradas? ¿y a santo de qué viene alguien y le dice a la vez siguiente que por qué andan mal puestas? Y por qué a la otra, ni siquiera alguien le increpa nada, ni le increpa ni le deja de increpar, ni le dice nada hasta que el tipo se imagina que le atacó la invisibilidad y que nadie lo ve, y eso a la vez le sirve para contemplar el banquete que se habían armado, no un banquete platónico, claro que no, porque habría sido eso, de tener los invasores la menor idea de qué podía tal cosa ser, casi el milagro que le curara al hombre alguna de las heridas que se había hecho queriendo arreglar una silla desclavada, subirse a una escalera, y caerse al rato, por enderezar el cuadro, haberse quedado en vela para terminar una estatuita y con la plata comprar la pintura blanca para que volviera la pared a estar como antes, no tal cosa, sino un banquete por llamarlo así aunque no correspondiera, a una parva de comida empaquetada, botellas de vino y gaseosas, en cantidad tiradas por donde fuera, y para que como en chiquero se atragantaran. Se le hizo al hombre un ensueño o sería que las ya macilentas paredes y peores luces le habían deschecho del todo la ilusión y las caras, dejando de ser iluminadas por la dulce luz tibia y ocre, develaban ahora, en el colorinche de las tiras de plástico combinando en fealdad y colores con la cara y las ropas de una mujer embadurnada que las había llevado y tapado con ellas los cuadros, un bestiario donde bailaban un estirado zorro de bigotes anchos, una larva retorcida extremadamente chica y parada en el hombro de un elefante sin trompa ni colmillos, nomás unas orejas grandes y la cara roja e hinchada tanto como todo, de pies a cabeza, de costado a costado del dúo de hipopótamas que venían caminando juntas, peleándose y al mismo tiempo con las bocazas abiertas, tirándose basuras soltadas de los dientes postizos que se les movían, atrás de las cuales llegaba una mujer con anteojos negros y una señora de apellido inglés y madrina espiritual de la de cara ocultada y boca de labios finitos y duros impedidos de sonrisa, y como si a la vieja quisiera sacársela para llevarla a algún subsuelo de poca confianza para la señora un tipo pinta de comadreja y vos de pito desafinado no concordante con el aspecto, al lado de otro que no hacía más que mirar escondido asomándose por la espalda de la comadreja esta, y más otro palmípedo sin definidos rasgos de mamífero ni ñandú descangallada, sólo que sí puercoespín cargando pelos oscuros y engrasados, ojos medio bizcos y verdosos y cara de provinciano que no sabe si en la capital se estila poner un pie después del otro para andar más elegante o cree que eso le preocupa a alguien, junto con otra alimaña de los campos secos, solo que sin pelopinchos y rapada, más una tercera del trío del interior, transparente como culebra y sin al parecer ninguna saliente de mujer, nomás fané y descangayada, con un chal rosa envolviéndole el cuello arrugado y dejando más arriba la cara de urraca sonriente que a su cuerpo de lombriz bien sentaba, y por muchos más seguida, algunos de los cuales se le colgaban del chal que iba quedando por tanto, tachonado de moscones, arañas y hasta furiosas luciérnagas un poco confundidas. Continuaba así el baile este y no era el que alguien habría preparado para prever el completo escarnio de los asistentes a la manera de la caída de esos seres putrefactos que se deshacen en alguna escena entrevista alguna vez, sino como la fiesta que mostró bailando alegres y con todos ellos unidos, a cuantas mascaritas habían reinado en los contaminados carnavales del Riachuelo, desde cuántos años atrás, triunfantes, muy triunfadores.
El portero descolocado estaba para el final del baile tirado en un rincón no sucio vaya a saberse por qué milagrosa intervención, de la pasta aceitosa y verde que había cubierto el piso y que todos con aerosoles desparramaban con serpentinas para más festejo. Dormido estaba sin una gota de alcohol ni algún tilo o clonazepam. Pura visión era todo, seguía con ésa, el sueño que se me hizo pesadilla, la negra suerte que se me había estado anunciando con los cuadros torcidos, el umbral que me olvidé de barrer el otro día, qué, qué, y así seguía este hombre con sus buceos por los vericuetos de lo que se le ofreciera como para desatarle la cinta enredada de tanta porquería instalada ahora como Pancho por su casa, precisamente ahí, en su propio lugar despaciosamente construido, donde había querido abrir la puerta para que vieran los demás los tesoros que guardaba y todos más que uno juntos no sólo los cuidaran sino que también, cada quien con lo que pudiera, los fuera aumentando.
Se le quedó en la madrugada la luz verdosienta del piso mezclada con el resplandor de la luz, subiendo igual por las paredes que ya habían dejado de ser blancas o de cualquier otro color puro y eran manchones superpuestos de varias sustancias algunas de las que, como era más que previsible ahí, estaban adquiriendo el color y el olor musgoso de la podredumbre. Ni ruido ni las bestias inhumanizadas habían quedado, solo el hombre se levantó del rincón y de no haber sido por lo que sí, efectivamente estaba viendo y con bastante asco oliendo y tocando, tal vez no habría dejado de achacarse los males a sus visiones de dormido o de despierto, y a que sólo eso había sido, y a que ahora podía repasar tranquilo el salón, las sillitas, las paredes blancas interrumpidas por el beso, las líneas sobre los planos, las caras claroscuras, las siluetas sombreadas, el torcido mesón, las flores del mantel y el sillón al lado de una cuna, y tanto más ahí, pero es que todo eso ya no era ni estaba y sí el olor, y sí como vidrio apedreado el cuarto completo. Rotos todos los cuadros quedaron en el piso sin marco, sin lámina o tela que pudiera verse entera, en una masa deformada de todas esas materias y cubiertas de la pintura verde y gomosa, ahí todo, para hacerle saber que sí era como era, que los monstruos no estaban en sus pesadillas sino afuera y que no se vestían de monstruos con señas conocidas sino con brillos y encajes, y sedas y adornos que, menos que ocultarles las deformidades no tanto de los cuerpos sino de las almas, eran ahí, puestos para más mostrarlas como aquel enano en un cochecito, que aun cuando muerto ya apestaba, seguía envuelto en paños de gasa a descorrerse para todo el que quisiera, si mucho asco no le daba el olor, ir a ver su gran dotación de algo que para nada de nada le había servido nunca ni le servía ya más. Eso recordó el hombre, y le dio en silencio gracias al que una vez se lo había contado. Se le ocurrió que nada mejor que el agua a chorros, los bomberos no se le negaron y al revés, ahí fueron todos. A la noche, se comieron en la puerta el asado y cuando como perico por su casa estaba llegando la manada de la bestial destrucción con chanchos varios, zorros, hipopótamas, larvas con cría, señoritas y amigas, un papagayo alto de anteojos, un acomodaticio alfil y cuantos más sacándose todos uno a uno contra todos y para todos, los ojos y apretujando para entrar se encontraron con un olor a vereda recién donde estaban los bomberos con las mangueras en descanso, y el hombre, parado y de tan serio casi sonriente, ante la puerta a medio abrir, y un cartelito cuyas letras ninguno de esa infame horda fue capaz de leer. O quizá, como le dijo un bombero después al hombre, eran medio cortos de vista
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